0 James Hillman - Re-imaginar la psicología (extracto)


James Hillman - Re-imaginar la psicología
(Ed. Siruela, Barcelona, 1999)

Capítulo1: Personificar o imaginar cosas 
(Extracto)

Muchas son las formas de daemonia…
Eurípides

En este libro usaré con frecuencia “psique” o “alma” como sujeto de la oración, haciendo afirmaciones tales como “la psique sostiene, ansía, necesita”, “el alma ve”, “la psique reflexiona sobre sí misma”. Hablar de este modo tiene implicancias que van más allá de las meramente retóricas, puesto que darle subjetividad e intencionalidad a un nombre significa algo más que adentrarse en un tipo especial de juego lingüístico: significa que realmente entramos en otra dimensión psicológica. El nombre adquiere conciencia, se personifica.

Personificar siempre ha sido fundamental para la imaginación religiosa y poética, y hoy es fundamental para la experiencia –y para el análisis de la experiencia- de la psicología de los arquetipos. Pero no podremos siquiera comenzar a entender por qué la personificación es crucial para la experiencia religiosa y psicológica, o incluso emplear libremente el término, hasta que hayamos iluminado parte de las sombras que nuestra moderna visión del mundo proyecta sobre ella.

Esta interpretación limita la idea de subjetividad a los seres humanos. Sólo a ellos se les permite ser sujetos, agentes y autores, tener conciencia y alma. Esta visión del mundo se basa esencialmente en la idea cristina de la persona como verdadero centro de la lo divino y única poseedora de alma. La insistencia cristiana en las personas vivas significa también que la psique está demasiado estrechamente ligada al ego. La psicología de Descartes resulta también esencial para esta visión moderna de las personas, al imaginar un universo dividido entre sujetos vivos y objetos muertos. No hay lugar para nada intermedio, ambiguo y metafórico.

Ésta es una perspectiva restrictiva que nos ha llevado a creer que todas aquellas entidades distintas de los seres humanos, pero con cualidades subjetivas interiores, son simplemente objetos “antropomórficos” o “personificados”, y no verdaderas personas en el sentido habitual de la palabra. Si encontramos personas que no residen en un cuerpo humano vivo, llegamos a la conclusión de que esas personas han sido trasladadas del “interior” al “exterior”. Creemos que les hemos transferido inconscientemente nuestras experiencias: son, pues, meramente ficticias o imaginarias. Las hemos creado de la misma manera que las personas de nuestros sueños son creadas supuestamente a partir de las experiencias de nuestro ego. No creemos que las personas imaginarias puedan ser tal como se muestran, es decir, como sujetos psicológicos válidos con voluntad y sentimientos como los nuestros pero no equiparables a los nuestros. Esa forma de pensar, decimos, es válida sólo para los pueblos primitivos animistas, o para los niños o para los locos.

Por otra parte, esta interpretación implica que cada cuerpo individual sólo puede contener una persona psíquica: de la misma manera que sólo tenemos un solo cuerpo, somos una sola alma. El hecho de hallar otras personas dentro de uno mismo, de estar dividido en varias almas, en una serie de múltiples personalidades –aunque esta idea haya sido defendida a menudo incluso en nuestra cultura occidental-, es una “aberración” denominada “pensamiento personificado”. Aquellas personas distintas de mi egosubjetividad que aparecen en el mundo o en mí mismo son llamadas personificaciones: su vitalidad tiene que resultar de la mía; su animación ha de proceder de mi aliento. 

La psicoterapia se afana en conseguir que esas personas “desplazadas” regresen del mundo exterior o del interior del inconsciente al lugar que los psicoterapeutas consideran que les corresponde: el ser humano consciente y asentado en el ego. De este modo se ha suprimido la diversificación de la personalidad, así como su diferenciación y vivificación. “La integración de la personalidad” se ha convertido en la tarea moral de los psicoterapeutas. Al igual que la tradición cristiana y la filosofía cartesiana, la piscoterapia también ha declarado la guerra a las personificaciones. De hecho, los psicólogos reniegan de la personificación, considerándola un modo defensivo de percepción, una proyección, “una “falacia patética”, una regresión a modos de adaptación engañosos, alucinatorios o ilusorios. En el mejor de los casos, los psicólogos consideran la personificación como una extravagante figura retórica, como un juego, o como un instrumento terapéutico mediante el cual el ego puede aprender algo acerca de sus temores y sus deseos.

La psicología, cuyo propio nombre procede de “alma” (psyché), ha impedido la aparición del alma en cualquier lugar que no cuente con la aprobación de esta nueva visión del mundo. De la misma manera que la ciencia y la metafísica modernas han prohibido la subjetividad de las almas en el mundo físico de los hechos materiales, la psicología ha negado la autonomía y la diversidad de las almas al mundo interior de los hechos psicológicos. Las intenciones, conductas, voces o sentimientos que yo no puedo controlar con mi voluntad o conectar con mi razón son extraños, negativos, psicopatológicos. Toda mi subjetividad y toda mi interioridad deben ser literalmente mías, es decir, propiedad de mi personalidad consciente. En el mejor de los casos tenemos almas, pero nadie dice que seamos almas. La psicología no emplea siquiera la palabra “alma”: para hacer referencia a la persona se utilizan los términos “yo” o “ego”. Tanto el mundo de allá fuera como el de aquí dentro han sufrido el mismo proceso de despersonificación. Nos han des-almado a todos.

Nos separaremos, por supuesto, lo antes posible de este camino tan trillado. Al explorar la selva animista en consonancia con sus propias ideas, al escuchar con atención, y desprovistos de las herramientas interpretativas de la psicología moderna, lo que las numerosas voces autónomas nos dicen, probablemente perderemos el contacto con el grupo principal. Pero en esta expedición nos adentraremos en el reino interior del animismo. Pues vamos en busca del anima, del alma. Desde el principio asumimos que la íntima relación existente entre el ánima –el alma- y el mundo personificado del animismo es más que verbal, y que personificar es una manera de hacer alma. Es decir, asumimos que hacer alma depende de la capacidad para personificar, que a su vez depende del ánima. El ánima como término, como función y como figura recibirá un desarrollo más amplio a medida que vayamos penetrando en sus dominios.

Al desechar los argumentos habituales en contra de la personificación, esperamos encontrar una nueva forma o perfeccionar una ya existente (a) de revitalizar nuestras relaciones con el mundo que nos rodea, (b) de conocer nuestra fragmentación individual, nuestros múltiples espacios y múltiples voces, y (c) de fomentar la imaginación para descubrir sus aspectos brillantes. Nuestro deseo es salvar los fenómenos de la psique imaginal. [1]  Y para ello debemos liberar la psique de los prejuicios de la psicología moderna, permitiendo que aquélla se perciba a sí misma –sus relaciones, sus realidades, sus patologías- radicalmente apartada de la nueva perspectiva psicológica.

El concepto moderno de nosotros mismos y del mundo ha embotado nuestra imaginación, fijando definitivamente nuestra interpretación de la personalidad (psicología), de la locura (psicopatología), de los objetos y la materia (ciencia), del cosmos (metafísica) y de la naturaleza de lo divino (teología). Por otra parte, ha consolidado los métodos empleados en todos estos campos de forma que constituyan un frente unificado contra el alma. Algunas personas desesperadas han acudido a la brujería, la magia y el ocultismo, a las drogas y la locura, a cualquier cosa que reavive la imaginación para encontrar un mundo dotado de alma. Pero estas reacciones no bastan. Lo que se necesita es una re-visión, un cambio drástico de perspectiva para salir del atolladero sin alma que llamamos conciencia moderna.

Comencemos, pues. En primer lugar debemos retroceder en la historia del acoso a la personificación para poder apreciar con claridad su poderosa influencia en nuestras mentes.

[1]El término imaginal adquiere adquiere una importancia capital en la obra del islamólogo Henry Corbin, que se valió de este término con el propósito de evitar cualquier confusión con lo meramente imaginario y poder devolver a la imaginación su legítimo valor noético, esto es, restituirle “su función de verdadero órgano de conocimiento, capaz de ‘crear’ ser”. En otras palabras, Corbin le reconocía a la imaginación una función productiva, y no sólo la estrictamente reproductiva a la que había sido confinada por la filosofía dominante en Occidente desde Platón hasta nuestros días.



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